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Hay algo en el mundo

No sé vosotros, pero yo últimamente tengo la impresión de que cada vez imaginamos menos. Uno se deja llevar por la rutina, por ese misterioso y moderno impulso de dividir los días en compartimentos estancos entre los que saltamos a gran velocidad. Es un poco como el hamster que le da vueltas a la rueda, calcando siempre las costumbres, de tal hora a tal hora en el trabajo, quince minutos para un café, vuelta al trabajo, comer, mirar tal página en internet, quedar con alguien para cenar y tenerse que ir pronto porque al día siguiente vuelve a sonar el despertador. Y la cuestión no es que esta forma de vivir sea mala o dañina; uno puede ser perfectamente feliz con una rutina, si hace cosas que le gustan y la aliña de vez en cuando con alguna sorpresa. A lo que me refiero es a que, en esa sistematización a la que la vida adulta nos acaba empujando, suele haber una víctima: la imaginación.

Cuando era un niño, y aunque el día también estaba cuadriculado como ahora, tenía la impresión de que las fronteras entre las actividades eran más fluidas. Uno pasaba sin solución de continuidad del juego a la escuela, a la casa, al sueño. Estaba en el colegio y de repente me encontraba sentado delante de la mesa de la cocina para almorzar, pestañeaba y tenía delante un juguete, pero apenas lo había aferrado estaba en otra cosa, leyendo un libro o mirando la tele. No tenía necesidad de relojes o de horarios; casi todo lo que me apetecía hacer encajaba en el día de forma natural. Y pensaba, pensaba mucho. Planeaba lo que haría cuando fuese mayor, cómo sería mi casa, en qué lugar viviría, a qué me gustaría dedicarme. Me deleitaba pensando en mi futuro, decidía todos los detalles: si tendría un perro o un acuario, un cuarto lleno de globos, una barra de esas que usan los bomberos para tirarse o una mesa llena de cachivaches electrónicos. Quería tener una casa bonita, en un barrio lleno de jardines y de vecinos amables; y ser astronauta, estudiar las estrellas, ser médico, algo así, alguna profesión que me sonara lejanamente y que tuviera que ver con lo que para un niño parece mágico.

El caso es que, desde la inocencia y la confusión que teníamos cuando apenas levantábamos dos palmos del suelo, tenía una idea de lo que buscaba. Tenía mi plan. Un plan que, en realidad, cambiaba cada día según me levantase o conociese alguna cosa nueva, y que tampoco llegó nunca a acercarse lejanamente a la precisión de un avance militar o de un tratado de geometría. Pero daba igual, a mí me servía, me animaba a continuar adelante, porque tenía la impresión de que cada paso me acercaba a él. Conforme fui creciendo, esta imagen borrosa y fantástica fue tomando rasgos más definidos y realistas. Decidí primero que prefería las ciencias, y después el astronauta fue reemplazado por un físico, y la casa grande por un piso de alquiler en Sevilla. Por supuesto que esto no era tan emocionante como tener un cuarto con globos para uno solo, pero a esas alturas la vida había dejado de ser un juego y yo ya tenía una noción de lo que era posible y lo que no. Mi visión perfecta no cambiaba tan a menudo, y la responsabilidad comenzaba a envenenarla; pero, como tenía definidos los pasos que tenía que dar inmediatamente (escuela, instituto, carrera), me seguía sirviendo para hacerme fuerte.

¿Dónde está ahora todo eso? Ahora se me han acabado los pasos sencillos, pero no he llegado al final del camino. El sitio en el que estoy no se parece en nada al futuro ideal que imaginé. Por supuesto que aún conservo la esperanza de llegar, y tengo la impresión de que estoy en un camino razonablemente correcto; no se trata de que esté deprimido, ni en una crisis de identidad ni nada de eso (de momento ;)). Pero ahora que estoy más cerca he dejado de tener tan claro lo que quiero, y a veces no sé si conservo la fe en alcanzarlo. Supongo que con esto del destino somos hipermétropes; nos fijamos en algo y nos acercamos, pero antes de llegar a tocarlo ya lo estamos viendo borroso y tenemos que mirar a otra cosa.

Hace poco escribía en un comentario a un post de Puri que es inevitable estar continuamente buscando el sitio de cada uno. A lo mejor lo que nos pasa es que dedicamos tanto tiempo a buscar nuestro sitio que nos olvidamos de decidir cuál es. Cuando uno se hace adulto, evita ese juego infantil de imaginar el futuro, quizá porque se nos machaca con que imaginar las cosas no nos acercará más a ellas. La vida nos reclama cada vez más energía, y los ratos que tenemos libres los pasamos hablando por el móvil o haciendo crucigramas (o escribiendo blogs :)), quizá para evitar pensar en lo que nos espera. Hoy animo a todos a hacer un experimento. Cerrad los ojos y pensar en cómo os gustaría estar dentro de un tiempo. El tiempo da igual, un mes, tres meses, diez años. No hace falta que sea concreto. Pensad en dónde os gustaría estar, en cómo queréis tener decorada la casa, en una mesilla con fotos de gente que sonríe. Pensad en un viaje que siempre hayáis querido hacer, en alguien con quien siempre hayais querido compartir un café, en una constelación o una puesta de sol, en un camping con los amigos o en mirar París iluminada desde lo más alto. Y, sobre todo, no os preocupéis por cuándo va a suceder, por de dónde vais a sacar el tiempo o por si vais a poder pagarlo. Eso es parte del camino, no del final. Saboread la experiencia, ved el cielo azul, sentid el roce de una piel o el suave vaivén del tren que entra en una estación de Praga, el arnés del paracaídas, el beso de las olas del mar o el aroma de un jardín rebosante de flores. Ese es vuestro destino, el que os habéis ganado a base de hincar los codos y de pasar días grises. Y tened por seguro que os espera. Ahora, abrid los ojos, reflexionad un momento y dad el primer paso hacia él.