Junto a Lake Erie.
Dejábamos a nuestro héroe (?) bajo una explosión de luz y color, extático ante la brillante victoria de los Cleveland Indians y el concurso aquel de hacedores de pizzas cutres. El siguiente paso lógico era, como no se les escapará a mis sagaces lectores, cenar algo; el problema es que la hora era bastante tardía para los estándares americanos, ya que el partido empezó a las siete de la tarde y el béisbol es de todo menos corto (salimos de allí a las diez y algo). Así que salimos con intención de comernos la noche… o por lo menos algo que la noche quisiera darnos 😛
Downtown visto justo desde al lado de la USS Mather.
Y menos mal que no nos comimos lo primero que vimos… Me explico. Tras el partido, nos encaminamos a una zona de la ciudad conocida como los Flats, anteriormente parte del puerto y que Julián recordaba como un sitio lleno de vida y de bares con encanto. Pues llegamos a los citados Flats y aquello parecía Kosovo. Todo oscuro, con un montón de sitios cerrados y con avejentados carteles… por no hablar de los que estaban abiertos, que se reducían a un pub con una pinta horrorosa, otro con unas sospechosas luces rojas y un tercero que tenía toda la pinta de ser una discoteca gay. Ante lo poco variado del menú, salimos de allí en cuanto pudimos y cruzamos al otro lado del río, que sí tenía algunos sitios más decentes, y nos comimos una riquísima late-night pizza 😉 Por cierto que Julián no mentía: según la historia del sitio, todo se fue a la porra de repente en 2000…
The Flats (la parte buena ;))
Total, que una vez habíamos sobrevivido a los East Flats y llenado la panza en el West Bank, nos dirigimos a casa de la familia política de Julián. Viven en Brunswick, en una zona residencial típicamente americana, situada como a una hora en coche. Conocí también a Ray y Francine, los padres de Debbie —mujer de Julián—, personas encantadoras donde los haya y con los que estoy en deuda por su hospitalidad. Era ya tarde, así que no hice mucho más que acostarme y dormirme.
¡Música, maestro!
Por cierto, que dije que había tenido algunas experiencias negativas, y para ser exactos son dos: la shuttle de vuelta (como siempre) y la primera noche. No porque nada de la casa estuviese mal (al contrario), sino porque al quitarme los zapatos me empezó a doler la parte externa del pie izquierdo una barbaridad. Supongo que debía haber estado todo el día apoyando mal el pie. El caso es que al día siguiente estaba como el doctor House, y que en este momento todavía me duele, aunque poco a poco se me va mitigando. Menos mal que cuando voy en la bici no me duele, aunque lo de la bici sigue siendo de Expediente X… 😉
Sauron te vigila… y preferiría que no fueras en bici 😛
Al día siguiente, tras una ducha y un desayuno típicamente americano (qué ricos los dulces…) nos volvimos a Cleveland, pero en vez de dar paseítos por la ciudad —lo que, con el calor que hacía, nos podía haber reportado una insolación de caballo— fuimos a tiro hecho. La primera parada fue el Museo de la Ciencia, y de verdad que es muy espectacular. Como museo realmente no tiene demasiado, en el sentido de que no le sobran los cachivaches antiguos, pero a cambio tiene un montón de montajes y de cosas que manosear, tocar y experimentar. Y no es precisamente pequeño: tiene cuatro plantas llenas de experiencias por descubrir.
The Matrix has you…
Disfrutamos como enanos dando vueltas por el museo, tocando instrumentos musicales, jugando con cuerdas y cadenas, levantando un coche sin apenas esfuerzo, observando tornados, dunas, relámpagos y ríos de bolsillo, … y, para rematar, nos metimos en otra de las atracciones del edificio: un cine IMAX, donde vimos una película sobre la antigua Grecia que consiguió convencerme de que cuando sea rico me iré a hacer un crucero a Santorini.
USS Mather.
La siguiente parada en el recorrido fue el enorme barco carguero que se encontraba justo enfrente del puerto, la USS Mather, de doscientos metros de largo. La nave se utilizaba, en su época —desde los años 20 hasta los 70, prácticamente— para llevar mineral a Cleveland desde los yacimientos del Norte, atravesando los Grandes Lagos. Catorce mil toneladas, en condiciones óptimas, podían ser trasladadas a velocidades que rozaban los 60 km/h (una burrada en términos náuticos) para ser procesadas en la ciudad madre.
Y ese bar-co vele-ro carga-do de sue-ños cruzó la bahí-aaaa..
Una de las notas más curiosas del museo se refería a la II Guerra Mundial: para apoyar a la producción de armas, se necesitaba desesperadamente el mineral de hierro durante un crudo invierno, por lo que la flota carguera de Cleveland, con la USS Mather (a la sazón buque insignia) a la cabeza, hicieron el recorrido por detrás de un rompehielos cuando apenas había pasado la mitad de la estación. Era la fecha más temprana en la que un buque de ese tamaño había atravesado los Grandes Lagos en invierno. (Y no es ninguna tontería: por lo visto, hay gente sin nada mejor que hacer que conduce algunos inviernos hasta Canadá con un todoterreno, por encima de la capa de hielo de los Grandes Lagos…) Al año siguiente, la USS Mather volvería a batir su propio récord.
¡A toda máquina!
El barco está bien preparado como museo. Se puede visitar casi todo: habitaciones de la tripulación, de los oficiales, comedores, miradores, salas de invitados (cabían hasta diez, y os aseguro que iban bien), la cocina, cabina de mando, la impresionante maquinaria… Y por supuesto patearse la cubierta, porque se entra por una parte del barco y se sale por el otro extremo. Una visita muy interesante.
Un camarote de invitados.
A estas alturas ya eran las cinco de la tarde y teníamos un hambre notable, así que Julián volvió a sacar sus dotes de guía. Regresamos al coche arrastrándonos (vaya un calor más horroroso) y me llevó a través de la Universidad, primero la de Cleveland, y luego la de Case Western Reserve (Cleveland era originalmente parte de una vasta extensión de tierra casi inexplorada que se dejaba para los indios, la Reserva del Oeste), en la que él estuvo de postdoc y que tiene una arquitectura chulísima. De camino, me iba contando historias sobre la evolución urbanística de los sitios por los que pasábamos. Así me entretuvo hasta llegar a nuestro destino: Little Italy, un barrio (sorpresa, sorpresa) de italianos e italoamericanos, donde saciamos nuestro apetito en una curiosa pizzería, charlando sobre lo divino y lo humano (demolición de Sevilla 2 ya :D)
Little Italy.
Tras la pizza, nos encaminamos de vuelta a Brunswick. La tarde la pasé charlando con los habitantes de la casa, y me voy a permitir repetirme y decir de nuevo que son gente encantadora, tanto los padres de Debbie, como la misma Debbie, como Julián, como los hijos de Julián (Gloria y Julián Jr.)… hasta el gato 😀 Después de jugar un buen rato con Gloria al Husker Du —juego en el que tengo que reconocer que la niña me pegó una cantidad de palizas seguidas bastante notable— y de probar la mitológica Root Beer, acabamos la noche viendo la (entretenida) peli Bajo el Sol de la Toscana, en versión original inglés-italiano-polaco…
Faro en lontananza en los Grandes Lagos…
Ya quedaba poco que hacer en Cleveland, pero el destino todavía me reservaba algunas aventurillas por vivir. Al día siguiente, me acerqué a ayudar a Julián en su elección de una cámara digital y, de paso, nos dimos un garbeo por la plaza central de Medina, pueblecito typical american que parece sacado de una película de época. A la vuelta, nos estaba esperando una suculenta comida americana: maíz dulce en mazorcas, judías verdes, arroz, ensalada con aguacate, Sloppy Joe (existe de verdad y está buenísimo, es carne con tomate muy sazonada), gambas… y de postre tarta de queso con mermelada. Vamos, que no me puedo quejar 🙂
Medina.
Después de un vuelo de vuelta sin más eventos, llegamos a la segunda experiencia negativa, aunque en realidad resultó más curiosa que irritante. Aterrizo en Baltimore y espero a mi shuttle en el sofocante calor de la puerta de la terminal de llegadas. Por suerte, llega sólo diez minutos después. Recoge a otra pareja de indios que venían a un congreso y nos ponemos en camino. Pero lo bueno viene ahora: a las pocas millas del aeropuerto, empieza a oírse un extraño ruido procedente de la rueda delantera derecha… y resulta que la furgoneta se estaba quedando sin frenos a pasos agigantados. Y cada par de minutos, sonaba algo similar a una tuerca que se soltara, pegase contra la llanta y se perdiese en el infinito…
Poste de luz en Little Italy… no comments…
Por resumir un poco la aventura, después de varias llamadas telefónicas (por cierto que en inglés no lo ponía tan explícitamente, pero como el tipo era salvadoreño hizo algunas llamadas en español, y se explayó a gusto… «esta van no funciona, voy sin frenos para nada, qué fregada, capaz y que nos bote aquí»…) resultó que no había ninguna fragoneta ni cundustó libre en todo el condado, de modo que el tipo nos lleva (pisando huevos, of course) a su casa para acercarnos a nuestros destinos en ¡su coche particular! Pero eso no es todo: nos quedamos esperándole en la shuttle, aparece con su coche a los cinco minutos, nos cambiamos… y cuando el tipo mete de nuevo la llave de contacto en su coche… ¡la llave no gira! (la MISMA llave que usó para acercar el coche a la shuttle, se entiende). Tras cinco minutos de pánico consigue girarla, y llego, dos horas después, a mi casa. La aventura de siempre…
¡Zoi er rei der mundoooooooooooooooo!
Con esto concluye la foto-narración de mi fin de semana pasado (qué pechá de procesar fotos…). Hoy he salido un poco antes del curro para ver si puedo dormir un poquillo más, pero de todas formas el Sábado voy a vengarme por toda esta semana de bostezos. Por cierto, ya tengo billetes para Chicago (del 18 al 21), así que os garantizo otra crónica. Mañana (o el Sábado, tampoco voy a comprometerme) tendréis más cosas; igual os hablo de lo de la conciencia de país (con la letra del himno no vale, aunque de todas formas, para el caso español, mejor que el titotito está aquella de «…porque su mujé lo lava con Arié» xDDD) o de lo mucho que me quiere mi bicicleta… ¡Un abrazo a todos!
¡Hasta la próxima, Grandes Lagos!