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Elogio de la luz

No hace mucho reflexionaba acerca de lo que pasaría si la luz no tuviese la vertiginosa velocidad que la caracteriza, sino que fuese lenta, más lenta, como el humo o el agua. Pienso: mi madre levanta la persiana de mi cuarto un sábado por la mañana para despertarme. La luz no me saca violentamente del sueño, no me hiere los párpados; ahora se derrama con dulzura desde la ventana, inundando poco a poco mi cuarto, me besa los pies suavemente, va subiendo sin prisa por mi cuerpo rozándome apenas con su calidez. Paseo por las calles y al moverme dejo detrás de mí un rastro borroso, residuos de la luz que yo reflejaba hace unos segundos. El tiempo ya no lleva aparejada la agonía de llegar tarde; se ha empapado de esta nueva versión de la luz, correr ya no tiene sentido, todo se mueve con la gracilidad y fluidez de una danza, los niños juegan con la luz en las calles, alguien se gira para verlos y sonríe y su sonrisa queda desvaneciéndose lentamente en el aire mientras esa persona ya no está allí.

Tenemos el privilegio de ser heredero de un pueblo, el árabe, que poseía una fascinación casi religiosa por el agua. Todos sus palacios cuentan con la geométrica presencia de fuentes y acequias, una marca probablemente más única y visible que las palmeras o los mihrab. Nuestra civilización ha sustituido esa admiración por el agua (que, imprudentemente, ya consideramos multiplicada e inagotable) por la contemplación de la luz. La luz nos da calidez, atención, cobijo; nos chilla impertinente desde los neones contorsionistas, nos da la mano para cruzar una calle oscura, nos saluda desde la esfera de un reloj de pulsera y desde las infinitas pantallas de los móviles. Y crea esculturas más asombrosas que las mejores que puedan articular los arquitectos. Vista desde arriba, una ciudad nocturna es una colmena de luces, unas fijas, otras móviles, otras formando hileras; pequeñas luces van de una luz a otra mientras que otras luces cambian a verde y les dan permiso de paso, siguiendo caminos punteados por luces, como obedientes electrones viajando dentro de un circuito integrado.

La luz es madre e hija, castigo y consuelo, salvación y peligro. Es metáfora del conocimiento, de la inspiración y de la poesía. Es el latido, el pulso de un mundo que, para bien o para mal, ya ha renunciado a vivir a velocidades más tranquilas. Abracemos la luz: sin luz no hay nada, sin luz no habría hojas que leer o labios que besar, no habría esperanza al final del túnel ni luna ni estrellas en la noche; no habría más que negrura, frío, la desgracia del ciego que roza el Edén pero no tiene ojos para ver los signos que marcan el camino.