Es necesario un cambio. Una vuelta, un replanteamiento. Un regreso a aquello de escribir, de colgar cosas por el propósito, puramente egoísta, de que los demás las vean y las lean. Es necesario un viaje.
Es necesario ir en el 41 hasta Puerta Jerez, o, estirando un poquito la parada, llegar, también en autobús, desde Londres hasta Sydney. O armarse con música de carretera y hacerse las polvorientas y abandonadas calzadas de la Ruta Madre. Hay que ir a Grenoble durante una temporada, con escala en París si hace falta (y si no se va, mandar al menos un abrazo). Hay que ir allí donde la tele sea inteligente y una nueva ciudad te espere, sea en Sanlúcar o en Berlín.
Hay que ir. Pero yo ya he ido.
He estado. He estado rodeado por el agua, a un brazo de distancia. Perdido en la íntima intensidad verde de una isla, cruzándola de lado a lado en un abrir y cerrar de ojos. He visto un faro al borde del abismo y una playa sacada de una película de piratas ingleses. He bebido en una cueva y comido delante del mar. Y he visto el techo de bambú de una terminal de aeropuerto que me atrapó traicionera una noche más de la cuenta.
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He visto una ciudad con cuerpo de tablero de ajedrez y alma de marinero burlón y generoso. He visto una catedral del mar que no es una catedral, un parque que afortunadamente no llegó a ser un barrio y unos relojes que se torcían como los tubos de Diagonal Mar. La he visto derramar luz en camaleónicos torbellinos a los pies de una imposible gota de agua, y también la he visto asfixiada por la oscuridad, herida, consciente de su propia fragilidad: se puede matar una ballena tapando el pequeño agujero por el que respira.
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Y he empujado mis pies hasta una arena que habla de corrales y de antiguos aparejos de pesca, hasta un paseo que iba del moscatel hasta las palmeras. He visto arder el cielo por tres veces: dos por culpa del sol que se ocultaba, desangrándose en chorros, manando en borbotones hacia el mar; y una en plena noche, con ráfagas de luz que iban desde la confusa excusa del santuario hasta la niñez más secreta de cada uno de nosotros.
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Yo ya he ido. Y no una vez ni dos. Tres, tres veces he ido. Pero no es suficiente. Hay que ir, da igual donde; ir es la excusa y la energía; quien va no tiene que temer que la noche le alcance ni que el día le abrase. Quedarse demasiado corre el riesgo de confundirse con la muerte; ir es el privilegio de los vivos. Y yo quiero estar vivo.
¿Vienes?