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Amapolas Torcidas

Otros amigos

Y os recomiendo...

The Big Picture

De entre mis recientes descubrimientos, uno de mis blogs favoritos es, sin duda, The Big Picture. Parte de la página del Boston Globe, cada post de The Big Picture (actualizado 3 veces por semana) incluye unas cuantas imágenes a tamaño grande tomadas por fotógrafos profesionales. Y ya para rematar, la galería de hoy da con otra de mis debilidades, las fotos aéreas. Os recomiendo muy encarecidamente que le echéis un vistazo y que lo añadáis a vuestros favoritos. (Foto (C) Jason Hawkes)

London from above, at night – The Big Picture – Boston.com

Enriqueta [5×100]

Esta historia es parte de 5×100. (+ info)

En mi casa manda mi mujer. Bueno, eso en realidad pasa en todas, pero a mí no me causa ningún problema reconocerlo directamente. Si esto lo dijera tal que así en el bar en el que voy a ver el fútbol, todos se reirían de mí en mi cara; pero, en el fondo, si los bares tienen tanto público es precisamente porque las mujeres se cansan de nosotros cuando nos ponemos a pegar voces y, usando sus sutiles artes femeninas, nos echan de casa para poder disfrutar con tranquilidad de la tarde del domingo. Decía Muñoz Molina que es imposible ser feliz un domingo por la tarde; supongo que estará casado, y que además el bar de su destierro futbolístico es cutre y tiene una tele pequeña. Bueno, o a lo mejor es que es del Atleti, yo qué se.

Tenía yo tan asumidas estas verdades universales, que nada me sorprendió más que el Martes aquel en que Enriqueta, con una sonrisa zalamera, me dijo:

— Cariño, puedes traerte a casa a tus amigos el fin de semana para ver el fútbol.

¡Alerta! ¡Alerta! Una luz de color rojo chillón empezó a girar dentro de mi cerebro.

–Hombre, estupendo. — No es que me sobraran los amigos, pero la perspectiva de poder ver el partido en pantuflas y sentado en mi propio sofá por una vez resultaba interesante. — ¿Y no te molestaremos mucho, amor? — dije, ocultando el retintín lo mejor que pude.

— ¡Oh!, no te preocupes por eso. Verás, es que este fin de semana voy a irme al campo. Me he apuntado a un cursillo de energías de la nueva era.

Ale, y lo soltaba así, sin anestesia. En realidad era lo común; Enriqueta jamás tenía a bien consultarme nada de lo que se proponía hacer, me involucrara directamente o no. Ya había aprendido a mantenerme al margen de sus planes –recordemos quién mandaba en casa–, pero la sospecha de que lo de las «energías de la nueva era» no tenía mucho que ver con la instalación de placas solares me puso inmediatamente la mosca detrás de la oreja.

Lo dejé estar pensando que sería algún tipo de broma pasajera. Craso error. Ya fue un aviso el encontrarme al día siguiente, presidiendo el salón, un cuadro a tamaño natural de lo que parecía ser una tribu indígena, en una entrañable escena en la que se veneraba a alguien que parecía sacado del carnaval de Tenerife (el «Gran Gurú Humaiatunga», según mi mujer). Cuando llegué el Jueves del trabajo, me encontré los pasillos llenos de palitos ardiendo. Según ella, era incienso para «liberar la casa de malos espíritus»; según mi profana intepretación, era pelo de jabalí quemado, y además de un jabalí que no solía ducharse muy a menudo. Finalmente, el Viernes, tras dejarme la nevera llena de cervezas y darme un beso distraído, Enriqueta salió de casa sin dejarme la dirección, sin llevarse el móvil y sin el menor respeto por las más elementales normas de la elegancia en el vestir.

Ya es Lunes. Enriqueta no va a venir; me ha dicho que le ha gustado tanto el curso que se queda con el Humaiatunga ese a vivir en comunión con la naturaleza durante unos mesecitos. Que ya me mandará una postal de vez en cuando. La voy a echar de menos; la verdad es que no me hallo sin ella y sin su voz de fondo dándome órdenes o regañándome por mi torpeza a cada paso que doy. Pero, a cambio, soy por una vez el amo de la casa.

Mi equipo ganó ayer; aún hay alguna lata de cerveza en la mesa del salón, junto a los nudillos del Gran Gurú. Ahora que lo pienso, tengo una nevera llena de cervezas, una tele grande, mi mujer no está y la Liga acaba de empezar. Y tendré que hacer algo para no aburrirme los domingos. A lo mejor podría montar un bar.

Grace Undressed: dog days

Maybe we should all be crying. Maybe it’s the effort of not crying that is killing us. Maybe the tears are building in our blood until our bodies turn on us and kill us. Things are rough and only getting rougher, and the promise of relief is just enough to keep you here but not enough to cool your face. That’s how you feel in Texas at the end of the summer.

No es exactamente un dechado de optimismo, pero Grace es una escritora magnífica.

Grace Undressed: dog days

La tira cómica de Bit & Byte: =rand(1,1)

Un jeroglífico moderno. ¿Qué será? XD

Un jeroglífico moderno. ¿Qué será? XD

De La tira cómica de Bit & Byte

Rebirth

… Ale, pues ya tengo blog en WordPress y dominio propio, gracias al programa Jóvenes en Red. De hecho hace varios meses que tengo el hosting, pero todavía no me había metido en harina. Después de varios días de darle vueltas al tema, creo que ya lo tengo lo bastante usable como para proceder a su «inauguración oficial», aunque todavía hay cabos sueltos que atar (las notificaciones por correo a Amapolas Torcidas, sobre todo).

Os invito a todos a que curioseéis lo que ya hay y a que actualicéis vuestros marcadores y RSSs. He puesto algunos posts nuevos, he importado los del blog antiguo y también lo he integrado con mi tumblelog, así que igual os divertís y todo 🙂

Para cualquier sugerencia, duda o invitación a tintos, pegadme un toque o dejadme un comentario. Y, sobre todo… ¡bienvenidos!

Aurora [5×100]

Esta historia es parte de 5×100. (+ info)

— Pero… ¡los mataste!

— No tenía elección. — Alb hizo una mueca de gravedad, que quedaba incluso cómica en su rostro de niño pequeño.

Era cierto que no la tenía, aunque eso no lo hacía más fácil de tragar para Naima. Estaba acostumbrada a tratar con niños prodigio, y ya casi había conseguido aceptar sin pestañear que un renacuajo de dos o tres años fuera capaz de debatir sobre filosofía del siglo XIX o hacer cálculos de navegación en segundos. Pero, debajo de toda la retórica y la mente matemática, invariablemente se descubrían como lo que eran: niños, no acostumbrados a lidiar con temas más adultos. Proyectos de ciudadanos, con mentes de premio Nobel pero una inocencia tal que no hubieran durado diez minutos sin ser desvalijados en según qué estaciones de metro.

Por lo menos, así solía ser. Después de escuchar a Alb, se dio cuenta de que tendría que replanteárselo. Hundió la cabeza entre las manos.

— ¿Y por qué me lo cuentas ahora? ¿No hubiera sido más fácil callarte? — Acababan de cumplirse tres meses y Naima todavía tenía pesadillas con el Aurora.

Todo había empezado como suelen empezar los desastres: por un exceso de confianza. El Aurora era un enorme carguero que cubría rutas árticas, comercialmente muy lucrativas pero minadas de peligros. Para protegerse de cualquier eventualidad, el barco estaba reforzado hasta extremos asombrosos, y era considerado, a todos los efectos, imposible de hundir.

De hecho, cuando un gigantesco iceberg se empotró contra el casco del Aurora apenas unos días antes de cumplirse 135 años del desastre del Titanic, el barco no se hundió. Pero el golpe fue lo suficientemente violento como para desprender el techo de la sala de máquinas; una placa de plomo de casi cien metros cuadrados de área y dos de espesor que, tras caer sobre el corazón del barco, lo dejó tan irreconocible como una avispa aplastada por un matamoscas metálico.

Lo peor no es que estuvieran en mitad del Ártico, sin luz, radio ni posibilidad de girar el timón. Lo peor era que los potabilizadores también habían dejado de funcionar. Pudieron salvar apenas ocho litros de agua potable. Ocho litros para una tripulación de tres personas adultas y un niño, abandonados sin perspectiva de ser rescatados en no se sabía cuánto tiempo.

Para completar la ironía, el Aurora llevaba en su bodega miles de toneladas de comida. Precisamente para aprovechar hasta el último gramo su capacidad, la comida había sido liofilizada, lista para ser restaurada a todo su esplendor sin más que añadir unas gotas de agua. Unas gotas del agua que no tenían en ese maldito barco.

Sólo había una forma de salir: una diminuta embarcación que podía acomodar a una persona y que contaba con un motor fuera-borda. No sería suficiente para llegar a tierra hasta pasados al menos tres o cuatro días, pero cabía la posibilidad de que encontraran otro barco que pudiera auxiliarles por el camino. Lo echaron a suertes y Naima fue la encargada de ir a buscar ayuda. Partió en la barcaza con cinco litros de agua, una brújula y unas confusas indicaciones para llegar a la base del Cabo Zhelaniya, a casi cien kilómetros al sur.

Tardó cuatro días en llegar a tierra y tres en volver. Cuando el equipo de rescate llegó al Aurora, encontró a Alb, aferrando un biberón casi vacío con expresión asustada y demacrada, y a los otros dos marineros deshidratados hasta la muerte.

Aunque nunca quiso preguntarle a Alb cómo había sido, el único consuelo que le quedaba era pensar en la nobleza de sus dos compañeros, mártires que habían sacrificado su propia vida para salvar la del niño. Y ahora se enteraba de que no había habido nada de heroísmo en ellos, sino que una pequeña modificación introducida por Alb en las puertas de sus habitaciones les había dejado encerrados, sin esperanza de salir para alcanzar las preciosas botellas de agua que habían quedado en el barco.

Naima dejó escapar un grito ahogado. No podía creérselo.

— ¿Por qué ahora, Alb?

— Naima, te lo cuento porque estuvo mal lo que hice. Aunque la alternativa fuera la muerte de los tres. No creas que yo duermo tranquilo desde entonces. Tú estabas con nosotros en el barco y sabes lo… desesperados que estábamos — Alb pareció encogerse todavía más –. Sé que no tenía elección si quería salvarme. ¡Lo sé! Pero necesito oírlo de tu boca. Necesito… — las lágrimas asomaron a sus ojos –, necesito que me perdones. Por favor.

Naima suspiró y abrazó con fuerza a Alb. Después de todo, aún seguía siendo un niño.

The Shining of the Sun

Hay mucha gente aquí, dentro de mí;
todos gritan y todos callan.
Todos perdidos en esta prisión,
viendo luces donde no hay nada.
Sólo las luces, las del corazón,
alegría, arma y consuelo;
algo en el mundo se enciende, mi amor,
imperfecto, desnudo y ciego.

The shining of the sun.

De The Shining of the Sun, Fito Páez

Dos pavos reales [5×100]

Esta historia es parte de 5×100. (+ info)

El señor Macià siempre había adorado la botánica. Recitaba nombres de plantas y semillas con el mismo fervor que otros prefieren dedicar al balompié o a los padrenuestros; y no había dolencia ni necesidad, por rebuscada que fuese, para la que no se apresurase a sugerir el uso de sus remedios vegetales preferidos. La asombrosa efectividad de sus consejos le había convertido en una autoridad en el alivio del dolor, para gran consternación de Francesc, que siempre acababa teniendo que sacar de la tienda de Macià a algún paciente demasiado tímido para consultarle.

Francesc había llegado hace seis meses, recién terminada la carrera; su presencia allí delataba que el pueblo empezaba a prosperar. El Lunes que llegó, tímidamente, colgó en su consulta su título de médico y una especie de blasón familiar, en el que dos pavos reales entrecruzaban sus cuellos sobre un campo verde. Los tres primeros días nadie fue por allí; el cuarto, su rapidez con la sutura salvó de morir desangrados a tres mozos, a los que un desafortunado accidente les había causado profundos cortes en piernas y pies. Cuando, en la misa del domingo, el párroco dio gracias por la tragedia evitada, notó que las miradas que se clavaban en él ya no eran de desconfianza, sino de agradecimiento, y se sintió a la vez turbado y feliz.

Lejos de verse como competidores, entre Macià y Francesc se estableció pronto una franca amistad. Francesc escuchaba con atención toda la sabiduría popular que atesoraba Macià, y éste disfrutaba enormemente con las explicaciones fisiológicas y los pesados atlas de anatomía de Francesc. Tenían en común el cariño del pueblo, aunque también era vox populi el considerarles algo excéntricos; el uno por sus excursiones botánicas, el otro por su afición a devorar las obras de Medicina que había arrastrado hasta el pueblo en un gigantesco cofre.

Hay que decir que Macià se había ganado a pulso el derecho de ser como le viniera en gana, ya que era un hombre razonablemente rico. Su tienda era famosa no sólo por sus remedios medicinales, sino por la calidad y finura de sus especias y de sus perfumes, que el señor Macià preparaba destilando esencias de flores recien abiertas en primavera. Bajo llave, guardaba otros brebajes más peligrosos; Macià le explicó que ciertas plantas, beneficiosas en pequeñas dosis, podían envenenar o causar la locura a un hombre si no se administraban correctamente, por error o por motivos más siniestros. Venían compradores de toda la comarca, de la misma Barcelona y de más allá, y cada semana aparecía en las puertas del pueblo algún viajero, con rostro ausente y polvoriento, que entregaba un cargamento exótico en la tienda y desaparecía con el mismo cansancio espectral con el que había llegado.

Una noche en la que habían compartido ya bastantes vasos de vino, Francesc se vio envuelto en una pelea. Debió ser bastante desigual, porque cuando despertó sólo recordaba que alguien le había partido una silla en la cabeza. Dolorido, miró a su alrededor y vio a Macià, que le miraba con expresión divertida.

— Supongo que eres tú el que me ha sacado de allí.

— Sí; creo que la próxima vez intentaré que te sientes de forma más civilizada.

— Entonces, te debo un favor.

— En absoluto –, dijo Macià, guiñando un ojo, — el primer favor lo hago gratis. Ya te haré otro favor algún día, y ese sí tendrás que devolvérmelo. Aunque, pensándolo bien, te podría pedir que quitaras el cuadro ese de los pavos reales que tienes en la consulta, que me da bastante grima. — Macià soltó una risotada.

— La verdad es que a mí tampoco me gusta, aunque…

Francesc dudó un momento antes de terminar. Macià pareció interesarse.

— Verás, en el fondo lo tengo puesto por mi padre. Desde niño siempre ha estado pendiente de él. — Francesc hizo una mueca. — Le gusta recordar que somos los únicos herederos legítimos de este blasón. Algo tuvo que pasar hace mucho tiempo; nunca ha querido contármelo, pero el caso es que mi padre siempre ha estado obsesionado con la idea de encontrar a esos misteriosos herederos ilegítimos, supongo que para saldar alguna cuenta absurda con ellos. Mucho me temo que yo no le voy a ser de mucha ayuda en ese empeño — dijo Francesc, que no pudo disimular una cierta expresión de amargura.

— Es curioso — terció Macià. — Cuando uno trata con mercaderes, siempre se oyen todo tipo de historias. Todas se parecen entre ellas, pero la tuya me resulta peculiar… por algo. — Macià pareció reflexionar un momento. Luego, se encogió de hombros y sonrió. — Pero tu escudo me sigue pareciendo feo. — Salió de la habitación y Francesc se abandonó de nuevo al sueño.

Una noche de la semana siguiente, a Francesc le despertaron bruscamente unos golpes en la puerta. Estaba en su consulta, donde tenía por costumbre leer hasta muy tarde; tenía una cama en una estancia anexa, pero la mayor parte de las veces se dormía de bruces en la mesa. A primera vista, reconoció la mirada extraña y ansiosa de los comerciantes con los que trataba Macià y pensó que se habría equivocado de puerta, ya que la tienda de Maciá quedaba justo enfrente de su consulta. Pero pronto se percató de que aquel hombre no estaba nada bien. Tenía los ojos fuera de las órbitas y temblaba de la cabeza a los pies, agitado y convulso; parecía que hubiera visto al mismísimo diablo. Agarró con fuerza a Francesc por los antebrazos y se lo quedó mirando con la cara desencajada.

A Francesc le parecieron horas, pero ese momento sólo duró un segundo. El hombre volvió la cara hacia la puerta de la tienda de Maciá, que estaba entreabierta, soltó a Francesc, cayó redondo al suelo y murió en el acto.

La tienda estaba vacía. Sobre la mesa había dos vasos de té, uno lleno y otro a medio beber. Junto a este último estaba el paquete que, presumiblemente, venía de entregar el desafortunado viajero. Una carta explicaba que el señor Macià había salido de viaje, a la Toscana, y que pasaría allí un par de meses, recopilando nuevas plantas y haciendo provechosos contactos comerciales. Cerraba la carta de forma enigmática: «Sé que Francesc, que está perfectamente capacitado, no tendrá inconveniente en hacerse cargo de lo que la tienda necesite, y a él le encomiendo con gusto esa tarea. Al fin y al cabo, me debe un enorme favor».

Francesc volvió a mirar el paquete. Entre ramas y polvo de algo parecido al incienso, había una diminuta y suntuosa peineta, rematada por un grabado en el que lucían orgullosos los dos pavos reales de su blasón.