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Amapolas Torcidas

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Enriqueta [5×100]

Esta historia es parte de 5×100. (+ info)

En mi casa manda mi mujer. Bueno, eso en realidad pasa en todas, pero a mí no me causa ningún problema reconocerlo directamente. Si esto lo dijera tal que así en el bar en el que voy a ver el fútbol, todos se reirían de mí en mi cara; pero, en el fondo, si los bares tienen tanto público es precisamente porque las mujeres se cansan de nosotros cuando nos ponemos a pegar voces y, usando sus sutiles artes femeninas, nos echan de casa para poder disfrutar con tranquilidad de la tarde del domingo. Decía Muñoz Molina que es imposible ser feliz un domingo por la tarde; supongo que estará casado, y que además el bar de su destierro futbolístico es cutre y tiene una tele pequeña. Bueno, o a lo mejor es que es del Atleti, yo qué se.

Tenía yo tan asumidas estas verdades universales, que nada me sorprendió más que el Martes aquel en que Enriqueta, con una sonrisa zalamera, me dijo:

— Cariño, puedes traerte a casa a tus amigos el fin de semana para ver el fútbol.

¡Alerta! ¡Alerta! Una luz de color rojo chillón empezó a girar dentro de mi cerebro.

–Hombre, estupendo. — No es que me sobraran los amigos, pero la perspectiva de poder ver el partido en pantuflas y sentado en mi propio sofá por una vez resultaba interesante. — ¿Y no te molestaremos mucho, amor? — dije, ocultando el retintín lo mejor que pude.

— ¡Oh!, no te preocupes por eso. Verás, es que este fin de semana voy a irme al campo. Me he apuntado a un cursillo de energías de la nueva era.

Ale, y lo soltaba así, sin anestesia. En realidad era lo común; Enriqueta jamás tenía a bien consultarme nada de lo que se proponía hacer, me involucrara directamente o no. Ya había aprendido a mantenerme al margen de sus planes –recordemos quién mandaba en casa–, pero la sospecha de que lo de las «energías de la nueva era» no tenía mucho que ver con la instalación de placas solares me puso inmediatamente la mosca detrás de la oreja.

Lo dejé estar pensando que sería algún tipo de broma pasajera. Craso error. Ya fue un aviso el encontrarme al día siguiente, presidiendo el salón, un cuadro a tamaño natural de lo que parecía ser una tribu indígena, en una entrañable escena en la que se veneraba a alguien que parecía sacado del carnaval de Tenerife (el «Gran Gurú Humaiatunga», según mi mujer). Cuando llegué el Jueves del trabajo, me encontré los pasillos llenos de palitos ardiendo. Según ella, era incienso para «liberar la casa de malos espíritus»; según mi profana intepretación, era pelo de jabalí quemado, y además de un jabalí que no solía ducharse muy a menudo. Finalmente, el Viernes, tras dejarme la nevera llena de cervezas y darme un beso distraído, Enriqueta salió de casa sin dejarme la dirección, sin llevarse el móvil y sin el menor respeto por las más elementales normas de la elegancia en el vestir.

Ya es Lunes. Enriqueta no va a venir; me ha dicho que le ha gustado tanto el curso que se queda con el Humaiatunga ese a vivir en comunión con la naturaleza durante unos mesecitos. Que ya me mandará una postal de vez en cuando. La voy a echar de menos; la verdad es que no me hallo sin ella y sin su voz de fondo dándome órdenes o regañándome por mi torpeza a cada paso que doy. Pero, a cambio, soy por una vez el amo de la casa.

Mi equipo ganó ayer; aún hay alguna lata de cerveza en la mesa del salón, junto a los nudillos del Gran Gurú. Ahora que lo pienso, tengo una nevera llena de cervezas, una tele grande, mi mujer no está y la Liga acaba de empezar. Y tendré que hacer algo para no aburrirme los domingos. A lo mejor podría montar un bar.